(Una lectura para Tierra firme de Hugo Fontana)

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Quiero empezar agradeciendo a Hugo Fontana por la invitación. Para una persona que viene de la academia, que no conoce muchos escritores, que pertenece tal vez marginalmente al mundo literario, hablar de una novela que acaba de ser publicada por un escritor profesional como Hugo Fontana es una oportunidad muy estimulante.

Y quiero hablar primero del placer. Esta es una novela que leí con mucho placer o debo decir placeres. El placer de historias que atrapan, el placer de un aspecto formal elaborado, con reflexión, y un placer académico que consistiría en desmenuzar todos los aspectos de la creación literaria que Tierra firme pone en escena. Esta noche quiero hablar de este último placer. Voy a plantear una lectura, de las tantas posibles que ofrece la novela, que tiene que ver con el proceso de mismo de hacerla, con todas las personas que intervienen en ese proceso y con la poética o la forma de entender el arte de hacer novelas.

Es importante resaltar, antes de entrar en materia, que hay una buena cantidad de cosas para decir de la novela, que posiblemente tengan que ver con la cantidad de tramas que se entrelazan en ella. Hay una primera trama que es la de un editor y una mujer de rojo que le ofrece una novela de su abuelo Edmundo Laguarda, un escritor desconocido que publicó apenas un libro de cuentos en 1976. A partir de esta trama inicial surge la historia de vida de Laguarda y a partir de ella, las tramas de la novela que el editor publicará con éxito y una segunda novela en la que Laguarda estaba trabajando cuando murió subitamente en un accidente. Ya desde la primera parte Fontana establece un contrapunteo entre estas historias que a medida que avanza la novela se hace cada vez más denso.

Tierra firme empieza entonces con un diálogo entre un editor y una “Mujer en rojo” que es el título de la primera parte de la novela. Este editor es un personaje algo monótono, gris, cuyo trabajo consiste rutinariamente en aprobar o desaprobar ficciones que escriben otros, que concibe su trabajo en contraposición al trabajo creativo:

Una sola vez intenté escribir una historia, dije entonces, pero a las pocas páginas me di cuenta de que no había nacido con esa virtud, de que mi tarea era otra, de que mi trabajo era aprobar o reprobar las fábulas que se le ocurren a los demás, a aquellos que pueden construir un mito desde la nada. El arte está hecho de nada, la literatura empieza con nada, le digo mostrándole las manos, extendiendo las palmas vacías. (23-24)

Este gesto es importante y les pido que lo retengan en la memoria. Para quienes creemos trabajar con la cabeza, como si no estuviera en el cuerpo, a veces la gestualidad es un dato sin importancia. Pero retengan esa imagen, ya volveré a ella más tarde.

La novela no representa toda la cadena productiva que se desata con el trabajo creativo de un escritor (que van del original a la librería), sino el proceso mismo de creación. En ese sentido la novela está lejos de la idea romántica del escritor, individuo solitario, genial, inspirado. Por el contrario en el camino de aprendizaje que inicia este editor gris aparecen un conjunto de personas: amigos, familiares, editores, críticos. Y esta reflexión no es una fantansía que responde a mis intereses teóricos, la cuestión de la autoría está planteada en el epígrafe, antes de comenzar el relato. Fontana introduce una cita de Michael Foucault, quien escribió un famoso texto (una conferencia de 1969) que se titulaba precisamente “¿Qué es un autor?”. A partir de una frase de Samuel Beckett “¿Qué importa quién habla, dijo alguien qué importa quién habla?” que remiten al famoso inicio de la novela El innombrable y a todo un proyecto literario (el de Beckett) que consistió en la disolución de la figura del autor. Foucault cuestiona la individuación de la figura del escritor deconstruyendo la idea del autor como fuente en la que descansa la verdad última de un texto, que hay un autor al que se le atribuye lo que se dice y lo sustituye por su noción de discurso y archivo, donde las instituciones sociales hablan en los textos y no simplemente sus autores. En ese sentido el texto abrió un debate que no está para nada resuelto en el campo de la teoría literaria y de los discursos que se extiende a todas las ciencias sociales. Pero volvamos a la novela de Fontana.

El editor está entonces cómodamente instalado en su oficina. Una mujer vestida de rojo irrumpe en cierta monotonía. Le ha traído un original para que lo lea y eventualmente lo publique. El editor entabla un diálogo con ella porque le resulta atractiva. Su abuelo Edmundo Laguarda es un escritor desconocido para el editor.

¿Usted la leyó?, le pregunté como si creyera que ella tenía algún criterio especial, la capacidad de discernir entre una buena y una mala novela. (10)

El personaje es algo repulsivo, altanero, él es quién va a decidir qué es bueno o malo en literatura.

Pero lee la novela que se titula Un mundo sin paraíso y le gusta. Y la publica y es un éxito. Quiero señalar la forma en que el editor fabrica un autor:

Me costó montar una historia alrededor de Laguarda, darle una vida, fechas de nacimiento y muerte, hasta que al final opté por presentarlo como un escritor al que nunca le había interesado ofrecer entrevistas ni dar a conocer datos privados, su edad, su estado civil, su domicilio. Thomas Pynchon, J. D. Salinger, etcétera. Acordamos con la mujer que a veces se vestía de rojo, su nieta, mantener en secreto todo lo referente al abuelo a no ser algunos escasos y verídicos datos. (…)

Escribí una contratapa que sirvió a tales fines. Primera novela, etcétera. Laguarda nunca frecuentó los ámbitos literarios, aunque sin embargo podía detectarse en su estilo un profundo conocimiento de algunos viejos maestros de la literatura moderna. Onetti, Faulkner, Carson McCullers, Rulfo y Tolstoi, etcétera. Algunos de los nuevos exponentes de la literatura negra universal, James Ellroy, Walter Mosley, etcétera. Le pedí a un crítico con cierto ascendiente que escribiera una contratapa, como si ambos se hubieran conocido de toda la vida. (…) (15-16)

El editor hace su trabajo, escribe la contratapa, crea al autor, le da un cierto tono misterioso. Pero también negocia con sus familiares esta construcción. Necesita su permiso.

La segunda parte “La lesión infinita” se inicia con un texto de Laguarda, comienza a acentuarse este contrapunto entre diferentes materiales narrativos. El editor por invitación de los familiares, que encuentran un baúl lleno de papeles, ha decidido investigar en ese archivo en busca de más material que considere valioso para su publicación. Con ese fin viaja a Nueva Rovira, una ciudad ficticia desde donde Laguarda imaginaba sus historias. Comienzan a mezclarse en ese plano de la ficción las cartas que recibe Laguarda de distintas personas, en las que comenta su proyecto, a su vez continua mezclada allí la historia de su primera novela.

Cuando el editor menciona la aparición de estas cartas se ve en la obligación de negociar otra vez con los familiares, en especial con la hija de Laguarda, resentida con su padre porque había abandonado a su madre por otra mujer

Yo le decía a Zulma, lo interrumpe sin importarle lo que él está diciendo, en tanto desmenuza con los dedos una rebanada de pan, que hay cosas que quizá no me gusten que se publiquen. Que quizá no nos gusten, agrega mirando a la hija, buscando un gesto cómplice, aprobatorio. Usted sabe: cosas íntimas, cartas a mujeres, cartas que él le hubiera mandado a algunas mujeres, cartas de amor. (122)

Entre todas esas cartas el editor empieza a interesarse por las de Carlos Lamas, un periodista que desde Lavanda (la ciudad ficticia de Onetti), se cartea con Laguarda contándole la sospechosa huída de un preso. Esta historia que comienza a hilarse aquí será otra de las tramas que comenzará a cobrar fuerza y densidad en la tercera parte “El hermano del presidente”. Estas dos partes son el corazón de la novela y donde también se podrían explorar varias vías de lectura. Sería interesante concentrarse en los guiños permanentes al mundo narrativo de Onetti y Santa María.

Foto tomada del portal montevideo.com.uy
Foto tomada del portal http://www.montevideo.com.uy

Pero quiero pasar a la cuarta parte “Puesta en abismo” en el que todas las tramas encuentra una resolución, principalmente la del editor.

Solamente una nota. En estas dos partes de la novela que resultan centrales hay un contrapunto entre dos secuestros hechos por los mismos actores (o casi los mismos). Uno perpetrado en los setentas y otro en el tiempo presente de la novela. Este contrapunteo recuerda la frase de Marx que abre el 18 Brumario (1852): “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Hay en estos dos relatos una cierta narración del desencanto de la opción revolucionaria.

Y la novela termina como empieza, con el editor y la familia de Laguarda. Hay un episodio muy significativo hacia el final en esta cuarta parte. Cuando el editor es invitado a Nueva Rovira por la familia de Laguarda se instala en la casa donde el escritor pergeñó sus historias.

A media mañana, condenado por la luz, se sentó en la cima.

Cebó un mate y miró a su alrededor. No estaba a su flanco la mujer que a veces se vestía de rojo, que tenía los ojos dorados y ligeras arrugas sobre su labio superior, y que un día antes había recogido su chalina para que el viento no la hiciera flamear como el brazo de un incendio.

Estaba acaso más solo de lo que ninguna vez, esperando que el cuerpo le reclamara el largo preámbulo de la noche pasada, excesos antes del sueño, una deriva de alcohol, una sensación de barco en mar extraño.

No era ese el propósito. Ver y recibir. Su propósito era convertirse en un viejo con un puñado de libros para leer y releer.

En el extremo del muelle, un hombre con sus artes intentaba conseguir algún trofeo. Eso mismo había observado muchas veces durante los últimos días, sin detectar éxitos: la línea regresando siempre vacía a pesar del esfuerzo y la paciencia del pescador. Una y otra vez, una y otra vez, y cuando algo ascendía cimbreante, iluminado, no era otra cosa que un animal insignificante, beneficiado por el retorno a sus aposentos. Azotado, el pequeño personaje insistía. No resultaría difícil aproximarse, ver en su rostro las facciones que el espejo, hace unas horas, le habían devuelto tras el fracaso de la obra mayor. De cerca nadie es normal. El azogue atestigua.

Bastaron unos minutos de ensimismamiento para que un azul intenso y embriagado surgiera desde el horizonte y avanzara a toda velocidad. Cuando pudo darse cuenta, se puso de pie y apuró sus pasos rumbo a la casa. En el umbral vio el primer rayo fulminante, desgarrador, y cerró lentamente la puerta dejando que el retumbe llegara hasta la mesa de la cocina que había convertido en escritorio, en estudio, en lugar de trabajo, donde descansaban aún desordenados papeles inútiles o sin concluir. Un minuto después se descargó la lluvia, pero él ya estaba en la casa y cruzó el amplio salón sintiéndose a salvo.

Escuchó el rugir del mar y los golpes de la lluvia sobre el techo, pero se asió al respaldo de la silla donde había leído los últimos originales de Edmundo Laguarda. Por un segundo, mareado como un navegante en su primera vez, deseó que la tormenta durara eternamente. Nada importaba. Él estaba en tierra firme. (276-277)

Me parece central la metáfora de la tormenta, esa realidad que mató a Laguarda. Y me parece por demás sugestivo que el editor huya de esa tormenta y se resguarde en la casa. La metáfora de la tierra firme, que da título a la novela, le da sentido al editor, que como decía al comienzo tiene la facultad de aprobar o desaprobar las ficciones que le traen. Pero el editor-narrador ya no es el mismo, se ha metido en el proceso creativo, ha investigado. Entonces llega este diálogo colocado unos párrafos antes del punto final:

–Puedo, si ustedes quieren, llevarme los manuscritos y pedirle a un amigo, un buen escritor, que me ayude a reconstruir la historia, a darle un cierre, a ajustar huecos, a corregir alguna desprolijidad.

–¿Vale la pena?

–Eso lo deberían decidir ustedes. Esta noche vuelvo a ordenar los papeles y mañana los traigo para que puedan leerlos. Todo lo que les puedo asegurar es que, si bien habría que escribir unas cuantas páginas, el espíritu y el estilo de Laguarda estará a salvo.

–¿Eso se puede hacer?-preguntó Zulma.

–Se puede. Escribir es como cualquier otro oficio —dijo él extendiendo sus manos y pasándolas sobre la superficie de la mesa—Nunca vamos a saber si el hombre que empezó a construir esta mesa fue el mismo que la terminó. (278-279)

Creo que este diálogo es una excelente forma de sintetizar lo que la historia del editor: el arte de hacer una novela. Pero quiero centrarme en el cambio: el editor ha cambiado. Había levantado sus manos al comienzo para decir que de la nada se hacía arte. Ahora toca la mesa. Su investigación lo lleva a entender que al menos para el caso de Laguarda, el mundo, la realidad constituye el trabajo sobre la forma literaria y guía la búsqueda estética. Creo que la cita muestra otra vez que se necesitan muchas personas para hacer un libro, que no alcanza con escribirlo, o publicarlo. Y también deja claro que hay una poética, un modo de concebir el arte como un oficio, un trabajo colectivo.

Tierra firme no es, como sugiere el anónimo que escribió la contratapa, una novela dentro de una novela, sino una serie de tramas tejidas u orquestadas por unas manos maestras. Hay que terminar entonces el trabajo que las manos de Fontana han hecho para que la mesa esté completa.

Gracias.

Alejandro Gortázar

Este texto fue la base de lo que dije el lunes 3 de octubre de 2011 en la presentación de Tierra firme de Hugo Fontana [Montevideo: Random House Mondadori, 2011]. Por invitación del escritor, Diego Recoba y yo presentamos su novela

Una respuesta a “Hacer una mesa, hacer una novela”

  1. […] 2011 tuve la suerte de que Fontana me invitara a presentar su novela Tierra firme (Random House-Mondadori) junto con Diego Recoba. El libro articula un conjunto de […]

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