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Este texto recorre los diarios de viaje de algunos funcionarios coloniales españoles y de viajeros franceses. El viajero es un letrado peculiar porque no pertenece a la ciudad letrada que visita y sus ojos imperiales están formados en marcos culturales eurocéntricos. La descripción de los «bailes de negros» tuvieron un lugar en la búsqueda de exotismo en tierras americanas y fueron también la fuente de la que se alimentaron los escritores una vez fundados los Estados-nación. Esta colonial formó parte de la matriz colonial de poder que siguió construyendo en las nuevas naciones a los africanos y sus descendientes como salvajes, exóticos, lascivos o borrachos. En Uruguay es tiempo de carnaval. Recobrar la mirada de los viajeros y compararla con nuestra mirada actual sobre las comparsas de negros y lubolos podría ayudar a pensar lo colonial de los estereotipos que creamos y las subjetividades que fomentaron y fomentan.

El aúllo

Para iniciar el recorrido por la literatura de viajes he optado por un caso problemático dentro del canon literario latinoamericano: El lazarillo de ciegos caminantes, publicado en Lima en 1773. Este viaje interno de Buenos Aires a Lima (con un primer capítulo en Montevideo), plantea una serie de problemas, que no trataré en esta oportunidad, referentes a la autoría del español Don Alonso Carrió de la Vandera, funcionario de las postas de correo de España, y su secretario mestizo, Calixto Bustamante Carlos Inca. Me interesa destacar sin embargo su carácter de viaje interno, ya que el texto despliega una serie de relatos críticos sobre la vida colonial en el sistema de postas intermedias entre las dos capitales virreinales (Buenos Aires y Lima), en los que los negros emergen de una manera muy particular.

El relato ofrece una descripción despectiva de las costumbres africanas:

Las diversiones de los negros bozales son las más bárbaras y groseras que se pueden imaginar. Su canto es un aúllo. De ver sólo los instrumentos de su música se inferirá lo desagradable de su sonido. La quijada de un asno, bien descarnada, con su dentadura floja, son las cuerdas de su principal instrumento, que rascan con un hueso de carnero, asta ú otro palo duro, con que hacen unos altos y triples tan fastidiosos y desagradables que provocan á tapar los oídos ó á correr a los burros, que son los animales más estólidos. En lugar del agradable tamborcillo de los indios, los negros un tronco hueco, y á los extremos le ciñen un pellejo tosco. Ese tambor le carga un negro, tendido sobre su cabeza, y otro va por detrás, con dos palillos en la mano, en figura de zancos, golpeando el cuero con sus puntas, sin orden y sólo con el fin de hacer ruido […] las danzas se reducen á menear la barriga y las caderas con mucha deshonestidad, á que acompañan con gestos ridículos, que traen á la imaginación la fiesta que hacen al diablo los brujos en sus sábados, y finalmente sólo se parecen las diversiones de los negros á las de los indios en que todas principian y finalizan en borracheras (263-4).

Esta descripción, extraída del capítulo XX, se produce luego de la llegada a Cuzco, lugar de nacimiento de Calixto Bustamante, y después de una extensa justificación y defensa de los españoles respecto al trato con los indígenas (Caps. XVII-XIX). La inexistencia de referencias concretas del lugar donde fueron vistas estas “diversiones de los negros bozales”, y las constantes descalificaciones anudadas a la primera frase del pasaje, que aluden a la barbarie “sin orden” y “con el fin de hacer ruido” de la música de los negros; y otras como las borracheras, la “deshonestidad” o “los gestos ridículos” de los bailes, sugieren el desprecio del europeo por el cuerpo y la cultura de los negros, pero fundamentalmente, tiene la función de demostrar que el indígena no es “lo más bajo” de la sociedad colonial .

Por este motivo, la voz del bozal es una representación de la barbarie, un “aúllo”, acompañado de una música ruidosa, sin orden, y de unos gestos “deshonestos”. El africano y sus pautas culturales son violentamente degradados por el viajero, quien no puede hacer más que lanzar sus diatribas. La descripción de los materiales utilizados por los bozales sugiere uno de los escenarios posibles de la transculturación: restos de animales, troncos huecos, “pellejos toscos”, constituyen los materiales precarios con que los africanos comienzan a producir sus propios valores simbólicos.

Este aspecto hace de este cuadro “exótico” el punto más alto de una serie de comentarios que apuntan a remarcar esta diferencia entre indígenas y negros a lo largo del viaje, en la cual no siempre la oposición favorece al indígena. Uno de estos pasajes, unas páginas antes del baile, es un comentario del Visitador:

Nadie puede dudar que los indios son mucho más hábiles que los negros para todas las obras del espíritu. Casi todos los años entran en el reino más de quinientos negros bozales de idioma áspero y rudo, y a excepción de uno ú otro bárbaro, ó, por mejor decir, fatuo, todos no entienden y se dan a entender lo suficiente en el espacio de un año y sus hijos, con sólo el trato de sus amos, hablan el castellano como nuestros vulgares. Los negros no tienen intérpretes, ni hubo jamás necesidad de ellos. Los españoles los necesitaron en los principios de la conquista, para tratar con los indios é informarse de sus intenciones y designos (251)

Si bien al comienzo el esclavo se encuentra por debajo de las habilidades del indígena en las “obras del espíritu”, en el plano de la lengua, la voz “áspera y ruda” del bozal –al menos en la primera generación de esclavos– es modelable, e incluso el problema desaparece con sus hijos al contacto con el amo blanco. Por último, este pasaje sobre las habilidades del negro respecto al idioma vuelve a jugar un papel importante en la comparación respecto a los indígenas, esta vez invertida, ya que Alonso se dedicará a criticar a los curas en los capítulos posteriores por la enseñanza de la “lengua índica” en lugar del castellano (Cap. XIX fundamentalmente). El silencio del español respecto al aúllo de los bozales está implicado en este rechazo a cualquier otra lengua que no sea la propia.

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La calenda

La voz del negro emerge siempre en los “bailes de negros” de los viajeros europeos, pero no siempre como equivalente del desorden. El caso de Dom Pernetty, miembro de la Academia Real de Ciencias y Bellas Letras de Prusia, es un ejemplo de estas otras representaciones. Su viaje tocó las costas del Nuevo Mundo en la isla de Santa Catarina (Brasil), haciendo luego escala en Montevideo, con destino a las Islas Malvinas. Su Histoire d’ un voyage aux isles Malouines… (1769) relata un viaje científico planificado en Europa, cuyos fines son también políticos y económicos (como explica el prólogo a la segunda edición de 1770). Aun cuando no se trata de un viaje por el interior de América, como en el caso de Concolorcorvo, sino a través de sus puertos, el relato de Pernetty ahonda en las costumbres y ocupaciones de los habitantes de Montevideo, donde permaneció buena parte del viaje. La llegada a Montevideo se produce el 28 de diciembre de 1763, cuando la ciudad tenía aproximadamente 40 años desde su fundación, y estaba bajo el mando de José Joaquín de Viana. Su población era escasa, 1300 habitantes aproximadamente, según Apolant, de los cuales un pequeño porcentaje eran mulatos, pardos, mestizos y negros.

Para Gustavo Verdesio la descripción de las costumbres montevideanas de Pernetty, constituye “la aparición de otro referente desplazado hasta ahora: el negro de origen africano” (151), por lo que su relato representa el primer testimonio escrito, la “entrada al campo de las representaciones occidentales”, de los bailes africanos en el Uruguay. Sin embargo no se trata del primer registro de estos bailes en América. Uno de los antecedentes pertenece a otro francés, el padre Jean Baptiste Labat, quien bautizó estas danzas con el nombre de Calenda, como lo hará Pernetty:

El baile más usual entre los esclavos y que mayor alegría les produce se llama calenda. Provenía de la costa de Guinea, probablemente de Ardra. Como las posiciones y los movimientos de esta danza son sumamente lascivos, los amos decentes se la prohíben a sus esclavos y cuidan de que no la bailen. Mas estos sienten tal gusto por ella que aun los niños […] tratan de imitar a sus padres cuando los ven bailar […] Los bailarines se colocan en dos hileras, una frente a otra, los hombres de un lado y las mujeres del otro. […] Una persona bien dotada entona una canción que improvisa sobre algún tema apropiado, y cuyo estribillo, cantado por todos los espectadores, se acompaña con palmadas. En cuanto a los bailarines, levantan los brazos a la manera de la gente que baila utilizando castañuelas. Dan brinquillos, giran hacia la derecha y hacia la izquierda, se acercan hasta una distancia de dos o tres pies, se retiran con paso parejo hasta que el sonido del tambor les indica que deben acercarse y pegar muslo con muslo, es decir, el varón contra la mujer […] Luego se retiran con una pirueta, para comenzar de nuevo con los mismos movimientos y los mismos gestos, en general lascivos […] (En Plácido, 176)

Pernetty realiza una descripción de las costumbres de Montevideo (Cap. 10), como ya lo había hecho con la isla de Santa Catarina en Brasil (Cap. 6). Allí fue testigo de las danzas que españoles y negros realizaban en la ciudad. Luego de describir el “sapateo” en los salones españoles, Pernetty introduce al lector en la “calenda”, una danza “muy viva y muy lasciva” que bailaban tanto negros como mulatos, e incluso españoles, en Montevideo:

La calenda se baila al son de instrumentos y de voces. Los actores se disponen sobre dos líneas, una delante de la otra, los hombres frente a las mujeres. Los espectadores forman un círculo alrededor de los bailarines y de los músicos. Uno de los actores entona una canción cuyo refrán es coreado por los espectadores, acompañado de palmoteo. Los bailarines levantan los brazos, saltan, giran, contorsionan el trasero, se acercan a dos pasos uno de los otros y retroceden en cadencia hasta que el sonido del instrumento o el tono de la voz les anuncia que se aproximen. Entonces se golpean el vientre unos contra los otros dos o tres veces seguidas, y luego se alejan haciendo una pirueta para recomenzar el mismo movimiento con gestos muy lascivos, tantas veces como el instrumento o la voz den la señal. (En Benvenuto, 1968: 341.)

Como puede advertirse la descripción de Pernetty es en muchos puntos igual a la de Baptiste Labat, lo que llevó al musicólogo Lauro Ayestarán a cuestionar la veracidad del relato. Más allá de esto, la mirada civilizada rechaza las danzas de los negros por su lascivia. El silencio respecto a la “canción”, el refrán “que repiten los espectadores”, las “voces” y los instrumentos, contrasta con el énfasis puesto en los movimientos corporales, “muy lascivos”. A diferencia de Concolorcorvo, el rechazo del viajero francés se centra en este aspecto, omitiendo los detalles de los instrumentos y la forma en que son construidos. En contrapartida, su “mirada imperial” no sugiere desorden alguno, sino cierto “orden” de los movimientos corporales, coordinados por las voces de los esclavos (cantos, refranes).

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Desencuentros

El caso de Alcides D’Orbigny, quien realiza su viaje a pedido del Museo de Historia Natural de París en 1826, puede ser interpretado dentro de la tipificación de la literatura de viajes elaborada por Pratt (Parte I, pp. 37-194) en la que ciencia y sentimiento, los polos de la subjetividad burguesa emergente a finales del siglo XVIII, se tocan por momentos. En el capítulo II de su Viaje a la América Meridional D’Orbigny relata sus búsquedas como naturalista en una villa periférica de Río de Janeiro y al mismo tiempo sus experiencias personales en el contacto con los “nativos”:

De regreso al pueblo de Sao-Christovao, los negros me ofrecieron el espectáculo de sus bailes, ejecutados al son de un tambor y de muchos otros instrumentos. Nada más original que sus muecas y contorsiones grotescas, que saben alternar sin quebrar la medida. Todos esos bailes negros son imitativos. Los músicos parecían muy animados. No sólo sus manos sino también sus pies y sus rasgos estaban en movimiento. Los viejos rodeaban a los bailarines, golpeando las manos; sus alegres rostros parecían sonreír recordando su país natal. ¡Es tan grato acordarse de la patria! (Tomo I, 35).

La mirada eurocentrista del viajero comienza por representar a un grupo homogéneo “los negros” que le “ofrecen” sus bailes “imitativos”, que acompañan con “muecas y contorsiones grotescas”. La imitación y la nostalgia de la patria, más que la lascivia, son las preocupaciones del viajero en esta oportunidad. Sobre la nostalgia, da cuenta de un desencuentro a continuación del párrafo citado:

Creí encontrar una prueba más de la veracidad de este sentimiento en la conducta de un viejo negro, sentado solitariamente en su piragua, al borde del mar. Empuñaba un instrumento de cuerda, hecho con una calabaza y un trozo de madera, al que arrancaba sonidos con una especie de arco, cantado con palabras de su país, sin que pareciera prestar la menor atención a lo que le rodeaba, tanto lo absorbían las ideas que sin duda evocaban en él los cantos y quizá la forma del instrumento grosero con el que se acompañaba. Me acerqué y le pregunté si quería venderme su instrumento. Rechazó mi pedido con un movimiento de impaciencia que me produjo el temor de haberlo arrancado, con una pregunta indiscreta, de un ensueño cuyo encanto he experimentado ya más de una vez durante el largo tiempo que estuve separado de mí país y de los míos (Tomo I, 35.).

D’Orbigny termina su relato situándose en el lugar del otro. La posición del viajero/científico y el esclavo negro se homologan en este caso a través de la nostalgia de la patria. Lo interesante de este pasaje es que esta homologación se produce a partir de un desencuentro, cuando el intercambio comercial propuesto por el europeo al “viejo negro” es rechazado por este. En aquel gesto en el que el europeo pretende reflejarse, por una universalidad del sentimiento de la patria –por la experiencia de no estar en “mi país” y entre “los míos”– se rechaza algo más que una relación comercial, se interrumpe un diálogo imposible entre el esclavo negro y el viajero europeo. Este intercambio sin palabras, los gestos del “viejo negro”, parecen marcar el abismo que el europeo pretende salvar. A diferencia de los intercambios rígidos en el aparato judicial, el letrado intenta vencer el desencuentro, aunque, al igual que con Benito, la comunicación es imposible.

Unos 60 años después de Pernetty, D’Orbigny se sorprende por el exceso del cuerpo del negro –su gestualidad, sus contorsiones– y no tiene oído para reproducir lo que el viejo se canta a sí mismo al “acordarse de su patria”. No es posible conocer nada de aquellas palabras en la lengua “de su país”, el viajero no supo interpretar el canto y su escritura no pudo representar aquellas palabras. La diferencia entre ambos viajeros está en el énfasis sobre la lascivia. En la mirada de D’Orbigny, el cuerpo del africano no estremece los límites del pudor europeo, inspirando más bien sentimientos paternales: “Los viejos rodeaban a los bailarines, golpeando las manos; sus alegres rostros parecían sonreír recordando su país natal. ¡Es tan grato acordarse de la patria!”.

Pero este no fue el único baile descrito por D’Orbigny. Al llegar a Montevideo, el francés registra otro “baile de negros”, que se produce el 6 de enero de 1827. En esta oportunidad, los bailes resultaron lascivos para el viajero, que califica el hecho de “raras ceremonias”:

[…] Todos los negros nacidos en las costas de África se congregan por tribus, cada uno de los cuales elige un rey y una reina. Ataviadas de la manera más original, con las ropas más brillantes que pudieron encontrar, y precedidas por todos los súbditos de las tribus respectivas, estas majestades de un día concurren primero a misa, luego pasean por la ciudad y, congregadas por último en la plazoleta del mercado ejecutan, cada cual a su modo, una danza característica de su país. Allí he visto sucederse rápidamente bailes guerreros, simulacros de faenas agrarias y las figuras más lascivas. Allí, más de 600 negros parecían haber recobrado por un momento su nacionalidad, en el seno de una patria imaginaria, cuyo solo recuerdo al lanzarlos en medio de esas bulliciosas saturnales de otro mundo, les hacía olvidar, en un solo día de placer, los dolores y privaciones de largos años de esclavitud. Dichosa indiferencia por la desgracia que constituye la base de su carácter y que, lejos de absolver a sus verdugos, agrava aún más sus errores a los ojos de la humanidad, al mostrar qué fácil les sería suavizar, sin comprometer sus intereses, los males de sus pacientes víctimas (Tomo I, 65).

En este caso el viajero interpreta las danzas como nostalgia de una patria imaginaria y una nacionalidad africana, perdidas en América. Era un lugar común por entonces, en la literatura de viajes imperial, homogeneizar las múltiples tribus en el “interior” del sur africano como “naciones”, e incluso ésta era la forma en que los negreros clasificaban su mercancía para facilitar la identificación de los esclavos. En este caso, la mirada de D’Orbigny identifica los festejos de Reyes con una sola nación (África) constituida por diferentes “tribus”. El énfasis de D’Orbigny en la nostalgia de una nación imaginaria, y en el placer de los cuerpos (que en principio podría rechazar), se justifica por las consecuencias brutales de la esclavitud. Esto constituye una crítica característica de la literatura de viajes escrita por otros europeos (franceses e ingleses) interesados en los territorios descritos, dirigidas a deslegitimar las formas de vida impuestas (no hacía mucho tiempo) por el sistema colonial español.

Obras citadas

Azara, Félix de. Viajes por la América Meridional. Tomo II, Madrid, Calpe, 1923.

Benvenuto, Luis Carlos, “Las visitas extranjeras” en Enciclopedia Uruguaya, Nº 10 (suplemento), Montevideo, Arca, 1968.

Concolorcorvo. El lazarillo de ciegos caminantes, desde Buenos Aires hasta Lima, 1773, Montevideo, Ministerio de Instrucción Pública y Previsión social, 1963.

D’Orbigny, Alcides, Viaje a la América Meridional, Buenos Aires, Futuro, 1945.

Pernetty, Dom, Histoire d’ un voyage aux isles Malouines, fait en 1763 & 1764; avec des observations sur le detroit de Magellan, et sur les patagons, 2 vols., Paris, Saillant & Nyon, Libraires / Delalain, Librarie, 1770 [1769].

Plácido, Antonio D., Carnaval. Evocación de Montevideo en la historia y la tradición, Montevideo, Letras, 1966.

Verdesio, Gustavo, La invención de Uruguay. La entrada del territorio y sus habitantes a la cultura occidental, Montevideo, Graffiti/Trazas, 1996.

Este texto es un fragmento del artículo “Del aullido a la escritura. Voces negras en el imaginario nacional”. Achugar, Hugo (comp.). Derechos de memoria. Nación e independencia en América Latina. Montevideo: FHCE, 2003. 189–263.

Una respuesta a “Los “bailes de negros” en la literatura de viajes (1773-1847)”

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